Llega un día en el que estás harto. Cansado de hacer siempre lo mismo, en las mismas condiciones y de la misma forma. Misma rutina, cotidionidad.
Llega un día en el que porque sí, decides levantarte con el pie izquierdo. Ducharte con agua fría y desayunar lo que sueles cenar. Porque sí, porque lo necesitas, prefieres llegar a tu destino por el camino más largo, y el más accidentado, intransitado, y el más costoso de recorrer, y el más aburrido. Y llegar a tu destino y enmudecer. Ni hola ni hostias. Adiós a los protocolos de saludo.
Y a la hora del almuerzo, almorzar lo que tomarías para merendar. Y pagar al camarero con un billete de cien. O con cien monedas de diez. Todo esto sentado en un taburete, se acabó eso de ofrecerle asiento a la señora mayor del quisco.
Pasar por un parque, y encalar el primer balón que te llegue. ¿Qué es eso de sonreír y devolverlo con un suave toque? Seguidamente, colarte en alguna cola del super y subir al autobús empujando, marcando espalda.
Caminar por el centro de la calle. Aporrear el cristal de algún banco u oficina en el que haya gente trabajando y reírte de ellos. Cruzar un paso de zebra e insultar descaradamente al coche por haber parado. Disfrutar con su cara de circunstancias.
Subir a casa por las escaleras corriendo y gritando como si el mismísimo Jack El Destripador te persiguiera. Poner la música lo más alta posible y acordarte de que debes bajar la basura. Sin problemas, tirar cada uno de los elementos que la componen por la terraza. Y a poder ser, apuntando a la cabeza de algún transeúnte más.
Tirarte al sofá viendo la tele, apagada. Y pensar que ya ha pasado el día. Y que te lo has pasado genial rompiendo la monotonía, lo que se supone que debemos hacer. Lo que implica el civismo.
A veces está bien ir a contracorriente. Sentirte libre de hacer lo que sólo tú quieres hacer, aunque ello derive en no seguir lo establecido.
Si existen unas normas.
Se pueden cumplir. Se deben cumplir.
O no. ¿No?
Neil
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