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sábado, 23 de agosto de 2014

Prólogo.

Y ahí estaba yo. Enfrente de la persona que más había querido y querré en mi vida. Estaba preciosa, como siempre. Pero cuando dormía era como si toda su dulzura se acumulase en su rostro y me fuera imposible decir nada. Ni siquiera podía pensar. Simple y llanamente me quedaba prendido ante esa imagen perfecta, como si una parte de mi luchara contra todo estímulo exterior con el fin de no perderme ni un solo detalle de ella. Y así me había pasado noches enteras. Viéndola dormir y pensando si era posible querer a alguien con más fuerza de lo que lo hacía yo. Y así podría pasarme el resto de mi vida.

Pero en ese instante, todas mis noches con ella quedaban a años luz. Ella dormía y respiraba con dificultad, pero yo sentía que todo había cambiado. Que todo estaba roto. Mientras pensaba en cómo la vida puede dar una vuelta de ciento ochenta grados, me llevé la mano a mi mejilla derecha para limpiar una nueva lágrima. Quería llorar, pero estaba tan bloqueado que iba dosificando mi llanto en pequeñas dosis. A decir verdad, lo prefería así porque temía despertarla. ¿Pero y qué iba a pasar a partir de ahora? 

Mi mente me estaba jugando una mala pasada y por alguna extraña razón no dejaba de bombardearme con recuerdos de ambos siendo felices. Maldita sea, todo parecía tan lejano que un escalofrío recorrió mi cuerpo. 

La miré y tensé la mandíbula. Allí estábamos los dos en esa habitación de hospital con la angustiosa banda sonora en forma de pitido de la máquina a la que estaba conectada. Pero al fin y al cabo, estábamos juntos, como habíamos estado desde que nos conocimos. Sin embargo, había una gran diferencia: ella había olvidado por completo quién era yo.


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