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Neil (108) Señor T (60) WeekendWars (37)

jueves, 12 de enero de 2012

Origen.

Existen millones de historias. Con tramas de todo tipo. Con emoción, dramáticas, graciosas. Con sus finales felices y sus comieron perdices. Con sus suspenses o fáciles de prever. Pero historias, al fin y al cabo. Historias que viviremos o escucharemos, que comprenderemos o que sin más aceptaremos. Pasarán por nuestra vida, terminarán y sin que nos demos cuenta, estaremos inmersos en una nueva.

Sin embargo, sólo aquellas historias capaces de cambiar el rumbo de nuestras vidas tienen el privilegio de pertenecer a la eternidad. De ser recordadas para siempre.

Chicos, esta es la historia de cómo éramos antes de WeekendWars.

Todo comenzó antes, mucho antes de lo que estábamos dispuestos a imaginar. Sólo que es ahora, años después, cuando somos capaces de situar en el tiempo un principio.

Apenas pasaba del metro veinte pero siempre estaba por las alturas. Literalmente. En el rincón del fondo del aula, T se encargaba de provocar rebeliones de todo tipo. Nos arengaba, sin venir a cuento, a gritos mientras el profesor impartía sus lecciones consiguiendo que la clase se alzara en un caos infernal e imposible de parar por cualquier adulto. Siempre estaba hiperactivo. Por aquel entonces su voz comenzaba a destacar respecto a la de los demás. Su maquiavélica risa iba acompañada, sin excepción, de bolígrafos voladores, aviones de papel kamikazes o insultos muy bestias a la típica niña gordita de clase con gafas redondas.

Nos llevábamos bien, pero desde la distancia. Era el típico niño del cual ninguna madre quería oír hablar. El único que sabía más de la cuenta y nos iluminaba a todos con sus ilustradas sabidurías sobre sexo, violencia o alcohol.

Con el tiempo, su personalidad se fue trazando mediante golpes contra el pavimento. Su necesidad de desplazarse sobre una montura se vio satisfecha con la adquisición de un monopatín. Y entonces, aquel chico comenzó a parecerse cada vez más a un skater californiano de la vieja escuela. Con su melena por el cuello y sus vans, T asentó las bases de lo que sería en un futuro no muy lejano.

El skate se convirtió en el medio que justificaba el fin. Alcanzaba velocidad con el monopatín y entonces, irradiado por la magia de la aceleración y la adrenalina, se empotraba contra cualquier objeto potencialmente susceptible de ser destruido con un fuerte golpe.

A partir de ese momento, el resto se fue escribiendo solo. Cada día se levantaba de la cama con el objetivo de ir más rápido, de chocar más fuerte. Nada podía detenerle. Pero aún así, le faltaba algo. Un compañero de viajes, un alma gemela.

Y ahí estaba. Erre.

Sentado a cuatro mesas de él, Erre tenía la capacidad de poner cara de niño bueno y sonrisa angelical mientras sus manos fabricaban de una simple rama una estaca de madera por debajo de la mesa

Se escondía en los rincones más insospechados para aparecer de la nada chillando y causando verdadero pavor a los más pequeños del cole. Si el profesor le regañaba, éste se encontraba su casillero destrozado.

Era capaz de crear una bronca incluso en el ambiente más pacífico. Y nunca le faltaban ideas. Macabras.

Tanto T como Erre estaban predestinados a encontrarse. Sin embargo, el destino es caprichoso y los separó para estudiar en lugares distintos.

Mientras tanto, yo conocí a Jota en el instituto. Éramos chicos normales, estudiosos y con muy buena fe. Jota sigue igual, pero yo me pregunto en qué momento de la historia comencé a degenerarme tanto mentalmente. Supongo que eso es otra historia…

T se hizo con una nueva montura. Más grande, más animal, metálica y veloz. Se enfundó una chupa oscura de cuero y su mente, como su sangre, adquirió el mismo tono que el hollín. Su formación terminó. Era temerario, desafiaba a las leyes de la física en cada recta y su adrenalina se acumulaba cada vez más en una sociedad que pretendía ser perfecta. Completamente contaminado de ineptos, su desintoxicación sólo era posible cuando descargaba su ira contra alguna indefensa mesa de instituto. Pero nadie le entendía. Incluso una vez alguien le miró mal. Una vez.

Erre creció ganando dinero a costa de sus compañeros de clase con todo tipo de juegos de cartas. Les enseñaba también a sobrevivir en la calle. Yo de vez en cuando me dejaba seducir por sus planes, y la verdad es que aprendí mucho acerca de cómo mover los brazos para correr más rápido en una huída, qué criterio de calles elegir, cuánto tiempo hay que esperar escondido, qué tipo de arco debe describir tu brazo al lanzar un huevo contra un ventanal.

Así pues, T y Erre se separaron en el colegio y maduraron por separado. Sus vidas no tenían nada que ver entre sí, pero les unía su forma de vivirla. O de destruirla, depende de cómo se mire, claro.

Y un día, el día menos pensado, me sorprendo marcando el número de T en el teléfono para verlo por la noche. Se suman Jota y Erre y tras una buena velada de bolos, nada volvió a ser lo mismo.

Nos convertimos en un grupo inseparable. Estábamos en completa armonía y nada nos detenía. Nos hacían felices las pequeñas cosas y disfrutábamos de la vida como lo hacíamos de cada calada de Marlboro de los viernes. Todo era fácil. Es cierto que hemos causado mucho pánico. Y que incluso hoy me pregunto cómo coño es posible que nos salváramos de todas. Pero, en el fondo, lo realmente importante era que todo nacía sin ser forzado. Por eso lo pasábamos tan bien. Porque nunca podíamos esperarnos qué iba ocurrir. Pero teníamos la certeza de que ocurriría.

Lo siguiente que viene lo sabéis de sobra: noches de broncas, peleas, huidas, caos, destrozos, fuego (muchísimo fuego), alcohol, drogas, escenas de sexo que ni volviendo a nacer tendríais posibilidad de ver en directo… pero sobre todo, un pasado inolvidable. No es algo de lo que presumamos, pero pasan los años y mientras escucho como han sido las adolescencias de mis más allegados, pienso en la mía y me parto el culo. Sublime.

Ya no somos ni la mitad de lo que fuimos. Yo he asentado la cabeza, he descubierto que no está mal salir sin volver a casa con una multa, que a veces todo es más complicado de lo que parece, que está bien enamorarse, conocer gente nueva… en fin, esas cosas que hace la gente normal. Y pasarán los años, iré trajeado por alguna gran ciudad con una café para llevar en una mano y el bolso de los niños en otra, y no seré como los demás. Seré uno de WeekendWars. Y seguramente, me seguiré poniendo en alerta cuando escuche la sirena de algún coche azul. Y, seguramente, seguiré sabiendo cómo actuar ante una situación de peligro. Y, con toda probabilidad, seguiré estando orgulloso de ser quién un día fui.

Memorias de WeekendWars: Historia de un principio.

Neil.

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